Por Santiago Vizcaíno
A partir de los años sesenta y setenta del siglo anterior, en la literatura latinoamericana sucede un fenómeno que poco quiere advertirse dentro del canon patriarcal que ha dominado el sentido estético del oficio de la escritura: la creciente manifestación de un discurso femenino que se asienta sobre la figura del cuerpo. El Ecuador, por supuesto, y con toda justicia, ha asistido también al proceso de reivindicación de la mujer en todos los espacios. Si ese proceso se ha consolidado o se ha insertado tan solo como reconocimiento jurídico y político de participación que en la práctica real oculta y reproduce los mecanismos de poder masculinos, está todavía en franca tela de juicio.
Poco ha querido advertirse, digo, porque la hegemonía que imprime la validez estética ha designado que la escritura femenina de las últimas décadas ha sobreexplotado la llamada “escritura del cuerpo” en pos de dicho reconocimiento. Y cada vez que surge una nueva voz femenina que se introduce en la escena literaria, no dejamos de preguntarnos si su obra tendrá una propuesta “novedosa” que escape a la temática de su sexualidad. Tampoco se ha querido ejercer una amplia crítica porque tratar el fenómeno, desde los cánones de una heterosexualidad que se nos imprime como obligatoria, podría manifestar rasgos evidentemente machistas en detrimento de una valoración estética donde primen los valores literarios antes que los de género. Precisamente porque los valores literarios se han engendrado desde modelos patriarcales discutibles desde el punto de vista femenino.
Y es, además, significativo que, dentro de los distintos géneros literarios —que la escritura contemporánea pone ya en duda—, las mujeres ecuatorianas hayan escogido a la poesía como arma de combate de su realidad existencial. (Por supuesto, la idea de una literatura como arma de combate ideológica parece haber sido ya superada por el discurso político.) Pero es finalmente porque la poesía, como se nos ha planteado desde el modelo estructural de género literario, se establece como manifestación íntima de un yo que se enfrenta con el mundo; realidad entonces de lo privado, desgarramiento del sujeto al que la realidad le resulta insoportable. Postulados de una literatura —desde el romanticismo— que se niega a entrar en la dinámica de la modernidad.
Ha sido así que el discurso lírico femenino se engarza con esta idea para plantearse como género por excelencia del ideal de liberación. No han sido ni la novela ni el cuento ni el teatro, como sí ha ocurrido en otras latitudes, los escenarios predilectos para enfrentarse al orden de la masculinidad que las ha marginado a través de la historia. Sabemos, de antemano, que en nuestra tradición literaria el reconocimiento de las voces poéticas de mujeres ha sido nulo; para algunos, porque no han podido escapar de esa realidad íntima que les impide el diálogo sobre los grandes temas universales; para otros, porque hay una voluntad malograda de insertarse dentro de la hegemonía estética de lo masculino. Cualquiera que sea la respuesta, ha sido la visión de un conjunto crítico que ha valorado la literatura hecha por hombres, aun cuando sus temas o la realidad sexual del autor se manifiesten en el orden de la homosexualidad.
Es decir que mientras la literatura hecha por mujeres se patentice, valga la redundancia, en el esquema de lo femenino, no tendrá cabida dentro del modelo de la masculinidad moderna. Y no creo que sea un problema de persistencia, es decir, de la discusión del orden patriarcal, del enfrentamiento dicotómico entre estas dos esferas, sino mientras siga planteándose en oposición a la conciencia que pervive. Dice Margarita Pisano, en Lesbianismo: ¿Transgresión del mandato histórico o diversidad para discriminadas útiles?: “La historia de la especie humana está marcada con cuerpos diferentes, cuerpo-mujer/cuerpo-hombre. Sobre estos cuerpos sexuados se construye un sistema de significados, valores, usos y costumbres que normalizan tanto a nuestros cuerpos como a la sexualidad, delimitándolos exclusivamente al modelo de la heterosexualidad reproductiva.” Así, al varón se le asignan las capacidades de pensar, crear, organizar, que se traducen en un cuerpo como lugar de entrenamiento y desarrollo para el dominio. El cuerpo de la mujer, en cambio, se subordina a su función reproductiva esencial: la maternidad; sujeto instintivo, entonces, objeto de placer, anulada como sujeto pensante y subordinada al dominio del cuerpo masculino.
Parecerá obvia quizá esta digresión intrínseca que manifiesta un sistema cultural que construye la idea de feminidad, lo que no resulta obvio es que la literatura ecuatoriana escrita por mujeres se forje dentro de esta dicotomía. Hace algunos años, Sheyla Bravo se dio a la tarea de realizar una muestra de la poesía erótica femenina escrita por mujeres —La voz de Eros, Trama, 2006—, donde escribe: “Las mujeres tienen un órgano sexual hacia adentro, hacia sí mismo, hacia su interior; íntimo, emocional, reflexivo, secretoso, tremendamente personal, introvertido. Que recibe y acoge, que se llena y guarda. Que no tiene vida propia, pues no obtiene placer sin la participación integral y total de su dueña.” En oposición a lo masculino, del que manifiesta: “(…) ellos tienen un órgano práctico, utilitario, frío, por más ardiente que esté. Externo, hacia fuera de sí, hacia el mundo, extrovertido, expuesto, irreflexivo, casi impersonal. Tanto, que ellos mismo dicen ‘que tiene vida y decisiones propias’, pese a su dueño. Que se da mientras expulsa, se desahoga, se vacía”.
Con ello legitima que “el cuerpo y sus misterios” son el “territorio natural” de lo femenino. ¿Pero qué modelo persiste en este imaginario que delimita, tratando de invertir el orden, lo que corresponde a cada género sexual? Pues las formas de una normativa heterosexual; imprime una ética sexista que reordena a partir de lo físico el comportamiento humano. En ese sentido, Bravo desvaloriza la relación sexo-mundo del varón, para potenciar la intimidad del sexo-ser de la mujer. Sin menospreciar la labor de recopilación, lectura y ordenamiento que supone tamaña obra, la “guerrilla cultural” que afirma está detrás de este trabajo deja entrever que el modelo, donde la dicotomía asienta lo que corresponde a cada género, no puede escapar del sistema patriarcal impuesto que subordina y enfrenta. Y ese mismo orden esencialista de lo femenino también legitima sus propios valores estéticos, donde el ejercicio crítico que pueda realizarse, independientemente de su realidad como mujeres, imposibilita una reflexión desde un discurso que no sea el de la ginocrítica. Una literatura, entonces, que crea una estética donde prima el valor de lo que se considera femenino, “el cuerpo y sus misterios”, que se resume en marginalidad en sí misma, que se asume como bandera de la “intención de suscitar conciencias, remover pisos, desenmascarar pudores, encender cuerpos y movilizar energías”.
Hace falta, entonces, empezar por develar los misterios de ese cuerpo femenino que se convierte en literatura, atravesar los límites de género que solventan imaginarios que tienden a reivindicar con buenas intenciones pero que parecen marginar aún más la posibilidad interpretativa y el ejercicio riguroso sobre el material literario que se nos presenta, porque es posible que no haya que preguntarse más sobre lo femenino, ni siquiera sobre lo masculino en la escritura, sino sobre las estructuras que solventan y enmascaran la dicotomía. Hace falta que una conciencia lesbiana abra paso al diálogo y desestabilice las nociones de géneros sexuales y literarios. No es posible que persistamos en el error de dar la espalda a un fenómeno que lleva dos siglos de configuración, cuando la idea misma de Literatura, así con mayúscula, se encuentra en entredicho…
Considero valiosa la reflexión y comparto que es necesario abrir el diálogo, y salvar distancias, porque el vacío existe y se prolonga.
ResponderEliminarSaludos.