jueves, 31 de marzo de 2011

ABSURDISTÁN: sus hijos




Los hijos de Absurdistán prenden fogatas en plena media noche (que realmente es medio día) y luego, cuando la llamarada sobrepasa algo que ellos llaman horizonte, proceden a apagarla con sus propios orines, así, dicen, se regodean sabiendo que nadie sabrá, ni supo, que alguna vez pidieron auxilio, que solo el humo invisible en plena noche (día) será el testigo sordomudo de su orgullo: el de sufrir sin medida ni responsabilidad, hasta que a alguien más se le ocurra prender otra pira.
Ellos dicen que es una terapia para los riñones. Yo, personalmente, les creo por temporadas. Y busco gasolina en alguna boca de sus hijas, las hijas de Absurdistán, pero ellas solo tienen gas lacrimógeno en sus lenguas. Es ahí cuando me dicen bienvenido, toma un alacrán y entra. Y entonces me vienen unas ganas olímpicas de orinar.

lunes, 28 de marzo de 2011

ÓNICE




No te apiades de mí,
úrgame hasta el hueso la medida de la vida.
Entra como montaña bajo la niebla, arriba, en mi sueño.
Entra como hecatombe y luego desciende la luz para que todos
nuestros nietos siembren el pan en la mesa única.



No me tengas piedad,
abofetéame en la mitad de la saliva.
Dispara el color del pintalabios, lanza contra mí el veneno puro
que guardas más que un tesoro.
Vierte en los ojos de mi boca, toda la rabia de tus labios.








de 'BIFRONTE Y OTROS TEXTOS'.

miércoles, 23 de marzo de 2011

MUNDIAL 78

todo comenzó por un ahogo sí
como caerse de cabeza en un pozo inmenso
lleno de estiércol y de rosas olvidadas
desde el cuarto día cuando ya todo parecía
estar más podrido que nunca
lleno de espejos desconocidos
yo llevaba el cuerpo naufragando
sombra no más
autómata del humo
y de la noche
sobre todo de la noche
que jamás fue la misma
y los ojos señores y señoras
la mirada de cuervo lejano
la boca sellada
una tumba de calcio
y acostumbrándome a dormir
en el asiento trasero de un auto
como tumba de drácula
mi féretro a gasolina
cangrejo ermitaño lleno de telarañas la cabeza
muerto muerto muerto
sonriendo en el espejo retrovisor
mordiéndome la piel que queda
la ceniza
mordiéndome ese gran vacío
de pus en el lugar del corazón
y sin embargo señoras y señores
qué sinceridad qué color del sol y de los días
qué circo se armó
cuántos psiquiátricos no me hubiesen envidiado
cuántos doctores no se hubiesen regodeado
con mis ojos saltando a través de los espejos
y sobre todo con la estoica estúpida suicida
manera de cuidarme las tripas el lugar del corazón la cabeza
qué elegancia criminal ante mi impavidez
ante la sombra que comenzaba a alzarse
como un gran murciélago
en el césped de los días
señoras y señores
pero todo roto estaba por dentro
todo se quedó pendiente
todo comenzó a crecer como un río
que se lleva las pocas casas
las tumbas del amor
los terrenos baldíos
sí señoras fue como al cuarto día
las montañas seguían ahí
el aire y su veneno seguían entrando
en mí como un tren de fuego
la belleza de las cosas
ya no era la belleza de las cosas
ahora sólo eran reflejos de una luz lejana
pero al cuarto día
ya no resucité
y no hubo cruces ni lanzas ni hospitales
hubo una mujer con cicatrices
un espectro que se reía como pájaro neurótico
un esqueleto de polvo que se alzaba gritando al sol
(el sol jamás se fue en esos días)
y al cuarto día la epidemia invisible
me arrollaba la garganta los brazos
enfermedad más invisible no había visto
pero esta mujer se acercó
y selló con un beso de vino en la frente de la fiebre
selló la locura es decir la abrió por completo
la desgajó la desbordó
y seguía riéndose como un gran pájaro de plumas negras
un pájaro escuálido gritando al sol
mientras yo me resignaba a la muerte de los antiguos sentidos
y ella que me sostenía sin tocarme
noté luego que estaba tan o más enferma que yo
y decidimos huir de qué
pues de nosotros
de los otros
escapar como dos maricones llenos de brisa
y de gafas
así que subimos al féretro a gasolina
y llegamos hasta el fin de la ciudad
nos detuvimos en un puesto de cachivaches
y compramos dos puñales
cuatro manzanas de cera y una figurilla de bronce
de vez en cuando nos deteníamos en algún minimarket
y ella se acercaba con un cuidado sobrenatural
a todas las cabinas telefónicas
y desde ahí mandaba noticias del paraíso
desde ahí también las noticias del infierno
desde ahí le llegaban las noticias de una niña de nueve meses
que estaba en alguna parte de la ciudad
que dejamos atrás
pero ella a veces no reía
y el silencio era el tercer ocupante del féretro a gasolina
entonces quitábamos los espejos
y comenzábamos a cantar
y uno que otro beso de polvo nos dábamos
y como dos maniquíes como dos muñecos inflables
nos llenábamos de aire respectivamente
los espacios de pus donde había estado el corazón
al cuarto día señoras y señores como les decía
se instaló la cursilería más profunda más asesina
más de feria de la soledad más esquizofrénica
todo esparcido por el horizonte de la carretera
pero de repente vimos una frontera
y los dos nos dijimos en silencio
que había que quemar las naves
que ya era el cuarto día y no había resurrección
que nunca más compraríamos un libro sobre el amor
que sólo robaríamos lo necesario
pura ficción y crímenes detectivescos
y novelitas de quiosco
nos dijimos al cuarto día
que teníamos que comenzar a escribir
nuestro propio libro sagrado
nuestra Biblia nuestro Corán nuestra Torah
nuestro vademécum de los crímenes del corazón
nuestro diario de genocidios invisibles
de atrocidades de ataúdes y besos
y de imágenes insoportablemente silenciosas
desvaneciéndose en el horizonte
así llegamos a la próxima ciudad
donde no había circos ni gitanos ni siquiera indios
y no pasamos allí ni una hora
no nos quedamos en un cuarto de motel en la mitad de la carretera
no vi cómo ella se cortaba los brazos en el baño
no vi su espalda desnuda retorcerse de ataques de amor
o de dolor y ella no me vio apuñalar a nadie
sobre todo a mí mismo
pasamos de largo por ese túnel del pueblo
y dimos a una llanura colmada de margaritas
y otras imágenes que eran igual de invisibles
y cada vez la enfermedad que no existía
nos iba carcomiendo el lugar donde quedaba el corazón
y el ahogo era irreversible
ya la ciudad estaba tan lejos
como también esa niña de nueve meses
que había salido del vientre de mi acompañante
lejos lejos tan lejos
que siempre nos acompañaban
pero mucho antes que decida cortarse los brazos
y que yo decida no hablar nunca más
en silencio y de mutuo acuerdo
decidimos seguir la autopista
hasta algún mar donde podamos ahogarnos de verdad
ya en total mutismo
mientras la imagen de nuestro auto
desaparecía en un camino recto hacia el completo olvido






Último poema del libro 'Del Acabose (antología imaginaria)' publicado por Rueca editores, Quito, 2008.

MALDITITO

No siempre la paz se ha acercado con sigilo hacia aquella unión,
y como un lagarto desesperadamente hambriento,
como un animal inconsciente de su furia,
he destrozado la promesa de tu piel en medio de las camas y los días.

Pero un destello, pero una sola palabra, pero acaso un grito,
como un golpe certero en medio de mis ojos, te entrego.
Un puñal de mi sangre en tus manos, un ataud lleno de piedras vacías.

Hoy no será festín, esta noche intoxicada de silencio,
ya el veneno de tu guerra flota en mi sombra,
ya el hombre que he sido muere en las escamas del lagarto,
como una emergencia de lo desecho, como un tributo a lo podrido.

miércoles, 16 de marzo de 2011

Escritura del cuerpo: ¿literatura femenina?

                                                                                                           Por Santiago Vizcaíno


            A partir de los años sesenta y setenta del siglo anterior, en la literatura latinoamericana sucede un fenómeno que poco quiere advertirse dentro del canon patriarcal que ha dominado el sentido estético del oficio de la escritura: la creciente manifestación de un discurso femenino que se asienta sobre la figura del cuerpo. El Ecuador, por supuesto, y con toda justicia, ha asistido también al proceso de reivindicación de la mujer en todos los espacios. Si ese proceso se ha consolidado o se ha insertado tan solo como reconocimiento jurídico y político de participación que en la práctica real oculta y reproduce los mecanismos de poder masculinos, está todavía en franca tela de juicio.
Poco ha querido advertirse, digo, porque la hegemonía que imprime la validez estética ha designado que la escritura femenina de las últimas décadas ha sobreexplotado la llamada “escritura del cuerpo” en pos de dicho reconocimiento. Y cada vez que surge una nueva voz femenina que se introduce en la escena literaria, no dejamos de preguntarnos si su obra tendrá una propuesta “novedosa” que escape a la temática de su sexualidad. Tampoco se ha querido ejercer una amplia crítica porque tratar el fenómeno, desde los cánones de una heterosexualidad que se nos imprime como obligatoria, podría manifestar rasgos evidentemente machistas en detrimento de una valoración estética donde primen los valores literarios antes que los de género. Precisamente porque los valores literarios se han engendrado desde modelos patriarcales discutibles desde el punto de vista femenino.




Y es, además, significativo que, dentro de los distintos géneros literarios —que la escritura contemporánea pone ya en duda—, las mujeres ecuatorianas hayan escogido a la poesía como arma de combate de su realidad existencial. (Por supuesto, la idea de una literatura como arma de combate ideológica parece haber sido ya superada por el discurso político.) Pero es finalmente porque la poesía, como se nos ha planteado desde el modelo estructural de género literario, se establece como manifestación íntima de un yo que se enfrenta con el mundo; realidad entonces de lo privado, desgarramiento del sujeto al que la realidad le resulta insoportable. Postulados de una literatura —desde el romanticismo— que se niega a entrar en la dinámica de la modernidad.
Ha sido así que el discurso lírico femenino se engarza con esta idea para plantearse como género por excelencia del ideal de liberación. No han sido ni la novela ni el cuento ni el teatro, como sí ha ocurrido en otras latitudes, los escenarios predilectos para enfrentarse al orden de la masculinidad que las ha marginado a través de la historia. Sabemos, de antemano, que en nuestra tradición literaria el reconocimiento de las voces poéticas de mujeres ha sido nulo; para algunos, porque no han podido escapar de esa realidad íntima que les impide el diálogo sobre los grandes temas universales; para otros, porque hay una voluntad malograda de insertarse dentro de la hegemonía estética de lo masculino. Cualquiera que sea la respuesta, ha sido la visión de un conjunto crítico que ha valorado la literatura hecha por hombres, aun cuando sus temas o la realidad sexual del autor se manifiesten en el orden de la homosexualidad.



Es decir que mientras la literatura hecha por mujeres se patentice, valga la redundancia, en el esquema de lo femenino, no tendrá cabida dentro del modelo de la masculinidad moderna. Y no creo que sea un problema de persistencia, es decir, de la discusión del orden patriarcal, del enfrentamiento dicotómico entre estas dos esferas, sino mientras siga planteándose en oposición a la conciencia que pervive. Dice Margarita Pisano, en Lesbianismo: ¿Transgresión del mandato histórico o diversidad para discriminadas útiles?: “La historia de la especie humana está marcada con cuerpos diferentes, cuerpo-mujer/cuerpo-hombre. Sobre estos cuerpos sexuados se construye un sistema de significados, valores, usos y costumbres que normalizan tanto a nuestros cuerpos como a la sexualidad, delimitándolos exclusivamente al modelo de la heterosexualidad reproductiva.” Así, al varón se le asignan las capacidades de pensar, crear, organizar, que se traducen en un cuerpo como lugar de entrenamiento y desarrollo para el dominio. El cuerpo de la mujer, en cambio, se subordina a su función reproductiva esencial: la maternidad; sujeto instintivo, entonces, objeto de placer, anulada como sujeto pensante y subordinada al dominio del cuerpo masculino.
Parecerá obvia quizá esta digresión intrínseca que manifiesta un sistema cultural que construye la idea de feminidad, lo que no resulta obvio es que la literatura ecuatoriana escrita por mujeres se forje dentro de esta dicotomía. Hace algunos años, Sheyla Bravo se dio a la tarea de realizar una muestra de la poesía erótica femenina escrita por mujeres —La voz de Eros, Trama, 2006—, donde escribe: “Las mujeres tienen un órgano sexual hacia adentro, hacia sí mismo, hacia su interior; íntimo, emocional, reflexivo, secretoso, tremendamente personal, introvertido. Que recibe y acoge, que se llena y guarda. Que no tiene vida propia, pues no obtiene placer sin la participación integral y total de su dueña.” En oposición a lo masculino, del que manifiesta: “(…) ellos tienen un órgano práctico, utilitario, frío, por más ardiente que esté. Externo, hacia fuera de sí, hacia el mundo, extrovertido, expuesto, irreflexivo, casi impersonal. Tanto, que ellos mismo dicen ‘que tiene vida y decisiones propias’, pese a su dueño. Que se da mientras expulsa, se desahoga, se vacía”.



Con ello legitima que “el cuerpo y sus misterios” son el “territorio natural” de lo femenino. ¿Pero qué modelo persiste en este imaginario que delimita, tratando de invertir el orden, lo que corresponde a cada género sexual? Pues las formas de una normativa heterosexual; imprime una ética sexista que reordena a partir de lo físico el comportamiento humano. En ese sentido, Bravo desvaloriza la relación sexo-mundo del varón, para potenciar la intimidad del sexo-ser de la mujer. Sin menospreciar la labor de recopilación, lectura y ordenamiento que supone tamaña obra, la “guerrilla cultural” que afirma está detrás de este trabajo deja entrever que el modelo, donde la dicotomía asienta lo que corresponde a cada género, no puede escapar del sistema patriarcal impuesto que subordina y enfrenta. Y ese mismo orden esencialista de lo femenino también legitima sus propios valores estéticos, donde el ejercicio crítico que pueda realizarse, independientemente de su realidad como mujeres, imposibilita una reflexión desde un discurso que no sea el de la ginocrítica. Una literatura, entonces, que crea una estética donde prima el valor de lo que se considera femenino, “el cuerpo y sus misterios”, que se resume en marginalidad en sí misma, que se asume como bandera de la “intención de suscitar conciencias, remover pisos, desenmascarar pudores, encender cuerpos y movilizar energías”.
Hace falta, entonces, empezar por develar los misterios de ese cuerpo femenino que se convierte en literatura, atravesar los límites de género que solventan imaginarios que tienden a reivindicar con buenas intenciones pero que parecen marginar aún más la posibilidad interpretativa y el ejercicio riguroso sobre el material literario que se nos presenta, porque es posible que no haya que preguntarse más sobre lo femenino, ni siquiera sobre lo masculino en la escritura, sino sobre las estructuras que solventan y enmascaran la dicotomía. Hace falta que una conciencia lesbiana abra paso al diálogo y desestabilice las nociones de géneros sexuales y literarios. No es posible que persistamos en el error de dar la espalda a un fenómeno que lleva dos siglos de configuración, cuando la idea misma de Literatura, así con mayúscula, se encuentra en entredicho… 

lunes, 14 de marzo de 2011

CANCIÓN DE LOS AHORCADOS

                                                                                                                     ... et de la corde d'une toise
                                                                                                           saura mon col que mon cul poise*.

                                                                                                                                   FRANCOIS VILLON
Y de qué luna de alambre frío
regresará esa célula que brilla en tu saliva:
el semen regado sobre el aire y temblando
como un ave sonámbula.

Mañana restaremos muchas balas al viento:
es la cuerda al cielo, la tensión sobre la nube y el pantalón vacío.
Es el insomnio en la garganta,
una pecera soñada desde los ojos ya muertos,
de amantes torcidos por la luz de los patíbulos.

Hoy, sin piso, sin polvo en los pies,
sobre este grito que no existe
los ahorcados van y vienen,
reyes de los óvulos del silencio,
van y vienen
como en una canción de ropa mojada y crimen,
de genitales inertes y erectos.
Van y vienen
besando la oscilación de la nada sobre el cuerpo.
La oscilación del horror en la mirada seca de los muertos.








* '... y de una soga de dos metros / sabrá mi cuello lo que mi culo pesa'. Francois Villon

jueves, 10 de marzo de 2011

LUZ



Terminaron de almorzar, él se dirigió hacia la computadora, a revisar sus correos, ella salió al jardín, a fumar un cigarrillo en completo silencio, mientras miraba detenidamente el movimiento suave de las hojas más altas de los arbustos en el viento. Una calada larga a su cigarrillo, entrecerraba los ojos, sostenía el humo con toda la paciencia del mundo, y luego lo soltaba como un pequeño dragón satisfecho. Eran casi las 2 pm, el ruido de los autos afuera pasando. Uno que otro pájaro cruzando veloz sobre el jardín, un grito de un niño a lo lejos, la claridad pálida de la tarde, todo confluyendo en el instante de ella y su cigarrillo, mientras él tecleaba su computadora a pocos metros, dentro de la casa, a pocos metros, pero muy lejos.
Otra calada a su cigarrillo, ahora veía las nubes, recordaba el juego de las figuras cuando niños, y cuando adolescentes, y toda la vida. Nunca había dejado de jugar a eso, a descubrir formas de animales o cosas en las nubes, y no sólo en las nubes, también le gustaba descubrir rostros de seres, figuras de otros animales, objetos como barcos por ejemplo, en las manchas de cualquier pared, de cualquier superficie, jugar, casi con todo lo que rara vez alguien se imaginaría jugar, ver diminutos animales como dinosaurios en las pequeñas plantas que crecían en las divisiones de cemento de las veredas, los anuncios a medio arrancar de los postes, y claro, las baldosas, las divisiones de todo tipo sobre el piso, saltando sin tocar ni una línea, así iba a donde sea, al trabajo (si trabajara) al mercado, a una fiesta, a donde sea, jamás pisando las líneas divisorias del piso, para así evitar la secreta maldición que conllevaría eso, una secreta maldición que ni ella misma sabía exactamente de qué trataba, pero intuía.
Adentro él seguía embebido en la computadora, había poca luz en la sala, por un momento ella volteó la cabeza y se quedó observándolo, mientras sostenía su cigarrillo con una larga ceniza vertical, pasó otro auto, ella reaccionó, y volvió a su cigarro y a su jardín, ese lugar de la casa era el sitio donde se concentraba toda la paz que necesitaba, ahí, en ese pequeño jardín salvaje y silencioso, con una pequeña fuente de agua quieta en forma de rana de barro. Ese era su ritual, todos los días, luego del almuerzo, iba a sentarse allí, en la silla larga y metálica pintada de blanco, como las de los parques. Y sacar su cigarrillo y luego dejarse ir en el humo, en la contemplación del verde vegetal, del espejo de agua apenas temblando en la fuente en forma de rana de barro, irse, nada más. Esa era la forma -una forma- más parecida a la felicidad.
Prendió la luz de la sala, él se había levantado de su sitio para ir a la cocina por un vaso de agua, la computadora ahora tenía la pantalla brillando y su reflejo se podía denotar a través del vidrio que recubría una réplica de un cuadro en la misma sala. Esa luz no le agradaba, esa luz fría de las máquinas, de las pantallas, de los televisores, una luz casi gris o celeste y moribunda, no, nunca le había agradado ese color de la luz artificial, desde que tenía memoria. Él volvió con un vaso de jugo (en el último instante talvez había decidido cambiar de opinión y ya no agua sino jugo) se sentó cómodamente en la silla frente a la computadora, tomó un sorbo pequeño, y volvió a meter su cabeza en la luz fría de la pantalla. Ahora ella se había acabado el cigarrillo, talvez pensaba o estaba indecisa si prenderse otro o no, o sólo quedarse viendo la atmósfera de su jardín, respirando la luz de la tarde, ésta sí parece luz, dijo sin soltar palabra, apretó un poco los labios delgados, y sacó otro cigarrillo, humo, humo, más humo, y volvió a su viaje interior.
La playa, una luz amarilla de trópico, un atardecer, un perro corriendo al fondo, donde la mirada se encuentra con un gran muro natural de rocas y tierra color marrón, al final de la arena, en la desembocadura del mar. Una chica caminando o trotando, más gente, de hecho poca gente al fondo, también caminando, conversando algo que jamás sabremos, paseando todos cerca del gran muro natural, de espaldas a la mirada de quien imagina esto. Sólo intuir las huellas de las pisadas que no quedarán por mucho hasta que suba la marea, rostros que jamás veremos porque talvez, sea cierto, son rostros imaginados en estas palabras y rostros en definitiva que caminan dándonos las espaldas. Pero la playa, el sonido de las olas reventando calmas, aguardando ese atardecer. Un poco de humo le rozó el ojo, le ardió, se rascó con suavidad y luego siguió mirando la luz del mar, ese color tan extraño de estas costas, ese amarillo casi incendiando el cielo, pero es una fiesta tan triste el atardecer en el mar, piensa ella, qué palabra poderle dar a ese color de la luz en la costa marítima, no, ninguno, porque el color no es eso sino la acción que provoca, y la acción es tragar saliva, evitar un comentario, entrecerrar los ojos, extender la mirada, sentir una pequeña explosión en el corazón, un pequeño ¡bum! Y ya, luego tomar aire, y seguir viendo el cielo incendiado del mar como si nada hubiese pasado.
Ya iba por la mitad de su cigarrillo, y la luz cada vez más se iba asemejando a la luz tan deseada y esperada por ella, la de la agonía del viento de la tarde, esa promesa de dormir la guerra de los ruidos de la calle, una luz igual de mortecina, como la del mar, pero seca, más que seca, con olor a madera, a mueble antiguo que duerme en mitad de una sala oscura, casi llega, se dice para ella misma, casi llega, ya mismo, esa luz que tanto ama ella, cómo explicárselo, si ni siquiera ella misma sabía definir las sensaciones que le provocaban esas tonalidades, esa atmósfera sobre el cielo de la tarde en su ciudad natal, desde su infancia.
Él comenzó a reír adentro, ahora parecía estar chateando, la luz de la pantalla se estrellaba en su rostro, pero sobre todo en sus anteojos, que parecían dos navecitas flotando en la cara, como hurgando algo, dos navecitas inquietas e incómodas. Ella siguió sentada en su banca de parque dentro del jardín, ya había terminado su segundo cigarrillo, y esta vez sólo quería contemplar todo desde el silencio de su comodidad. Así se mantuvo por un muy largo rato, sin pensar en los ruidos de los motores afuera, una puerta cerrándose con violencia en alguna casa cercana, otro ladrido de perro a lo lejos, y el incesante tecleo de él sobre la computadora. Ahora veía la luz de un río con muchas piedras atravesadas, agua fría, sonido de corriente, de caudal, y otra vez la luz, esa luz de brisa alta, de tierra alta, de silencio en el mundo y sólo el agua chocando en las rocas, una luz inevitablemente triste.
Y es justo en este instante en que acaba de caer en cuenta de algo tan cierto como el aire que respira: toda, pero toda la luz de los días en los diferentes lugares que ella ha conocido, los muelles del sur del continente, la luz de la nieve sobre los volcanes, la luz oblicua en el otro hemisferio, sobre los grandes edificios, esa luz débil e inofensiva y lejana en el ocaso sobre la metrópolis, la luz sobre las grandes plazas de un país de nieve, sobre los árboles helados y casi invisibles, la luz de la selva en los domingos, una de las peores por estar rodeada de tanta vida y a la vez saudade, la claridad de los sábados por la mañana, de los jueves por la tarde, la luz de la víspera de la navidad, toda, absolutamente toda la luz que ella veía o percibía, estaba preñada de una tristeza infinita. Y aquí ella pensaba que infinita podría sonar exagerado, trágico -pero no- infinito es como eterno, y la eternidad dura menos que un segundo, como ese segundo que ella se tomaba para respirar la luz, toda la luz de los días en el mundo, tanta falsa felicidad estos rayos de claridad, se decía, y entonces cayó en la cuenta que la única y absoluta luz que le daba sentido a eso que ella no entendía, pero confundía con la felicidad, era la luz de la noche, de todas las noches, esa presencia ausente que vibraba como flameando en todo el aire oscuro lo que realmente hacía sentir sosiego a su corazón y sus respiros.
Ahora ya no prendió más cigarrillos, sólo se puso a escuchar, inconscientemente, el incesante tecleo de él sobre la computadora, en la sala iluminada de luz artificial, y respiró en una forma muy parecida al alivio.