jueves, 10 de marzo de 2011

LUZ



Terminaron de almorzar, él se dirigió hacia la computadora, a revisar sus correos, ella salió al jardín, a fumar un cigarrillo en completo silencio, mientras miraba detenidamente el movimiento suave de las hojas más altas de los arbustos en el viento. Una calada larga a su cigarrillo, entrecerraba los ojos, sostenía el humo con toda la paciencia del mundo, y luego lo soltaba como un pequeño dragón satisfecho. Eran casi las 2 pm, el ruido de los autos afuera pasando. Uno que otro pájaro cruzando veloz sobre el jardín, un grito de un niño a lo lejos, la claridad pálida de la tarde, todo confluyendo en el instante de ella y su cigarrillo, mientras él tecleaba su computadora a pocos metros, dentro de la casa, a pocos metros, pero muy lejos.
Otra calada a su cigarrillo, ahora veía las nubes, recordaba el juego de las figuras cuando niños, y cuando adolescentes, y toda la vida. Nunca había dejado de jugar a eso, a descubrir formas de animales o cosas en las nubes, y no sólo en las nubes, también le gustaba descubrir rostros de seres, figuras de otros animales, objetos como barcos por ejemplo, en las manchas de cualquier pared, de cualquier superficie, jugar, casi con todo lo que rara vez alguien se imaginaría jugar, ver diminutos animales como dinosaurios en las pequeñas plantas que crecían en las divisiones de cemento de las veredas, los anuncios a medio arrancar de los postes, y claro, las baldosas, las divisiones de todo tipo sobre el piso, saltando sin tocar ni una línea, así iba a donde sea, al trabajo (si trabajara) al mercado, a una fiesta, a donde sea, jamás pisando las líneas divisorias del piso, para así evitar la secreta maldición que conllevaría eso, una secreta maldición que ni ella misma sabía exactamente de qué trataba, pero intuía.
Adentro él seguía embebido en la computadora, había poca luz en la sala, por un momento ella volteó la cabeza y se quedó observándolo, mientras sostenía su cigarrillo con una larga ceniza vertical, pasó otro auto, ella reaccionó, y volvió a su cigarro y a su jardín, ese lugar de la casa era el sitio donde se concentraba toda la paz que necesitaba, ahí, en ese pequeño jardín salvaje y silencioso, con una pequeña fuente de agua quieta en forma de rana de barro. Ese era su ritual, todos los días, luego del almuerzo, iba a sentarse allí, en la silla larga y metálica pintada de blanco, como las de los parques. Y sacar su cigarrillo y luego dejarse ir en el humo, en la contemplación del verde vegetal, del espejo de agua apenas temblando en la fuente en forma de rana de barro, irse, nada más. Esa era la forma -una forma- más parecida a la felicidad.
Prendió la luz de la sala, él se había levantado de su sitio para ir a la cocina por un vaso de agua, la computadora ahora tenía la pantalla brillando y su reflejo se podía denotar a través del vidrio que recubría una réplica de un cuadro en la misma sala. Esa luz no le agradaba, esa luz fría de las máquinas, de las pantallas, de los televisores, una luz casi gris o celeste y moribunda, no, nunca le había agradado ese color de la luz artificial, desde que tenía memoria. Él volvió con un vaso de jugo (en el último instante talvez había decidido cambiar de opinión y ya no agua sino jugo) se sentó cómodamente en la silla frente a la computadora, tomó un sorbo pequeño, y volvió a meter su cabeza en la luz fría de la pantalla. Ahora ella se había acabado el cigarrillo, talvez pensaba o estaba indecisa si prenderse otro o no, o sólo quedarse viendo la atmósfera de su jardín, respirando la luz de la tarde, ésta sí parece luz, dijo sin soltar palabra, apretó un poco los labios delgados, y sacó otro cigarrillo, humo, humo, más humo, y volvió a su viaje interior.
La playa, una luz amarilla de trópico, un atardecer, un perro corriendo al fondo, donde la mirada se encuentra con un gran muro natural de rocas y tierra color marrón, al final de la arena, en la desembocadura del mar. Una chica caminando o trotando, más gente, de hecho poca gente al fondo, también caminando, conversando algo que jamás sabremos, paseando todos cerca del gran muro natural, de espaldas a la mirada de quien imagina esto. Sólo intuir las huellas de las pisadas que no quedarán por mucho hasta que suba la marea, rostros que jamás veremos porque talvez, sea cierto, son rostros imaginados en estas palabras y rostros en definitiva que caminan dándonos las espaldas. Pero la playa, el sonido de las olas reventando calmas, aguardando ese atardecer. Un poco de humo le rozó el ojo, le ardió, se rascó con suavidad y luego siguió mirando la luz del mar, ese color tan extraño de estas costas, ese amarillo casi incendiando el cielo, pero es una fiesta tan triste el atardecer en el mar, piensa ella, qué palabra poderle dar a ese color de la luz en la costa marítima, no, ninguno, porque el color no es eso sino la acción que provoca, y la acción es tragar saliva, evitar un comentario, entrecerrar los ojos, extender la mirada, sentir una pequeña explosión en el corazón, un pequeño ¡bum! Y ya, luego tomar aire, y seguir viendo el cielo incendiado del mar como si nada hubiese pasado.
Ya iba por la mitad de su cigarrillo, y la luz cada vez más se iba asemejando a la luz tan deseada y esperada por ella, la de la agonía del viento de la tarde, esa promesa de dormir la guerra de los ruidos de la calle, una luz igual de mortecina, como la del mar, pero seca, más que seca, con olor a madera, a mueble antiguo que duerme en mitad de una sala oscura, casi llega, se dice para ella misma, casi llega, ya mismo, esa luz que tanto ama ella, cómo explicárselo, si ni siquiera ella misma sabía definir las sensaciones que le provocaban esas tonalidades, esa atmósfera sobre el cielo de la tarde en su ciudad natal, desde su infancia.
Él comenzó a reír adentro, ahora parecía estar chateando, la luz de la pantalla se estrellaba en su rostro, pero sobre todo en sus anteojos, que parecían dos navecitas flotando en la cara, como hurgando algo, dos navecitas inquietas e incómodas. Ella siguió sentada en su banca de parque dentro del jardín, ya había terminado su segundo cigarrillo, y esta vez sólo quería contemplar todo desde el silencio de su comodidad. Así se mantuvo por un muy largo rato, sin pensar en los ruidos de los motores afuera, una puerta cerrándose con violencia en alguna casa cercana, otro ladrido de perro a lo lejos, y el incesante tecleo de él sobre la computadora. Ahora veía la luz de un río con muchas piedras atravesadas, agua fría, sonido de corriente, de caudal, y otra vez la luz, esa luz de brisa alta, de tierra alta, de silencio en el mundo y sólo el agua chocando en las rocas, una luz inevitablemente triste.
Y es justo en este instante en que acaba de caer en cuenta de algo tan cierto como el aire que respira: toda, pero toda la luz de los días en los diferentes lugares que ella ha conocido, los muelles del sur del continente, la luz de la nieve sobre los volcanes, la luz oblicua en el otro hemisferio, sobre los grandes edificios, esa luz débil e inofensiva y lejana en el ocaso sobre la metrópolis, la luz sobre las grandes plazas de un país de nieve, sobre los árboles helados y casi invisibles, la luz de la selva en los domingos, una de las peores por estar rodeada de tanta vida y a la vez saudade, la claridad de los sábados por la mañana, de los jueves por la tarde, la luz de la víspera de la navidad, toda, absolutamente toda la luz que ella veía o percibía, estaba preñada de una tristeza infinita. Y aquí ella pensaba que infinita podría sonar exagerado, trágico -pero no- infinito es como eterno, y la eternidad dura menos que un segundo, como ese segundo que ella se tomaba para respirar la luz, toda la luz de los días en el mundo, tanta falsa felicidad estos rayos de claridad, se decía, y entonces cayó en la cuenta que la única y absoluta luz que le daba sentido a eso que ella no entendía, pero confundía con la felicidad, era la luz de la noche, de todas las noches, esa presencia ausente que vibraba como flameando en todo el aire oscuro lo que realmente hacía sentir sosiego a su corazón y sus respiros.
Ahora ya no prendió más cigarrillos, sólo se puso a escuchar, inconscientemente, el incesante tecleo de él sobre la computadora, en la sala iluminada de luz artificial, y respiró en una forma muy parecida al alivio.

    


 

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