jueves, 14 de abril de 2011

SON PALABRAS AL AIRE, PANTERITA






Lo fugitivo permanece y dura. 
                                                                                                  Francisco de Quevedo 



Cuando te quitas el disfraz de la seda y es la pólvora tu piel.
Cuando me miras casi de lejos a medio metro y nunca impones lo que siempre invocas.
Cuando amanece todo al revés y sin embargo besas a los hijos que jamás serán nuestros.
Cuando repites el sacro pecado sin opción a pena de muerte en el amor.
Cuando haces finta a tu armadura antes de salir al sol, o al abrazo de los extraños en la lluvia.
Cuando sueñas desnuda y tu mano me aprieta fuerte desde la prehistoria.
Cuando te veo tan fuera de tí, panterita, que no quiero más horca que la que merezco.
Cuando yaces con la furia de la piel sobre el aire de mi lecho. Panterita.
                                                                               


                                                                                             Quito, 22 de Julio de 2010.

domingo, 10 de abril de 2011

CHAMPION´S EVE




Recuerdo cuando era enfermera, dice Magda, en su lecho de muerte. Su hija la casada solloza tratando de aparentar fuerza, su hija la soltera tiene la cara como paralizada, no es miedo y no es apatía, es algo más; como si fuera la justificación del misterio. La soltera sostiene con fuerza una manta arrugada entre sus manos. Recuerdo cuando era enfermera en ese hospital de la guerra, dice Magda, y sobre todo recuerdo a ese pequeño hombre, lleno de esquirlas el cuerpo, y sin siquiera haber estado en batalla. Tenía muchas, sino todas las enfermedades, sífilis gota diabetes trombosis principios de cáncer, todas, menos en la cabeza, eso se veía, ni tampoco el síndrome de corazón débil, eso se veía. Pero sobre todo recuerdo cómo reía, su manera de reír, no como un desaforado, reía como convencido de que la felicidad no existe, y reía y reía, sin escándalo. Eso decía Magda, y entonces su hija la casada soltó un sollozo, y la soltera apretó más fuerte la manta arrugada en sus manos, y Magda, viendo algo en el aire que no era el aire, con los ojos limpios, como si la gloria fuera la enfermedad, comenzó a reír, reír y reír, pero no como una desaforada, más bien como convencida de que la felicidad, de que la felicidad.




jueves, 7 de abril de 2011

BUDDY

      



Me ha conocido a causa de una convocatoria en Chile para publicar una especie de Nueva Antología de la Poesía Gay. Por esos meses yo andaba tratando de escribir algo de narrativa. Cuentos cortos, en concreto. Uno que otro microcuento o microrelato, como quieran llamarlo. Había leído una recopilación de algunas de estas creaciones, donde se hablaba de este género como algo maravilloso, capaz de concentrar en poquísimas y contadas palabras toda una idea o historia trascendente. También hablaba del origen de estos que, para mi sorpresa, -esperando encontrar alguna referencia griega o de oriente- me sorprendí al enterarme, o convencerme, de que los mejores microcuentos que el compilador había leído, o que había descubierto, se encontraban en los epitafios de los cementerios de Latinoamérica.

Como sea. Yo andaba de arriba para abajo coleccionando microrelatos de todo tipo. Así que me la pasaba metido en internet bajando lo que pudiera respecto al tema. Así me ha conocido. Pero vamos por el principio. En una revista virtual de Chile, encontré unas referencias a este género literario. Primero encontré la palabra ‘literatura’. Di un clic y me topé con esto: ‘convocatoria para Antología de Poesía Gay’, di otro clic y ahí estaban los requisitos y la explicación. Había que mandar tres poemas inéditos o publicados (si eran publicados había que mandarlos con sus respectivos permisos para la impresión en la antología) me interesó la idea de mandar tres poemas y jugar a ser otro personaje. Un hombre enamorado de los hombres, o un hombre caliente por hombres. O un hombre deliberadamente humano, es decir, un ser con la conciencia despeinada (o bien puesta). Así que me apunté y desde esa misma tarde comencé a escribir los poemas. Primero tenía ciertas ideas o imágenes sueltas. Por ejemplo las nalgas algo robustas de un torero en plena lidia, o la espalda sudorosa y desnuda de los antiguos atletas griegos, o el rostro concentrado en combate de un centurión romano. Luego venían las palabras, comenzaba con bocetos sobre las imágenes que veía, por ejemplo, escribí una primera cosa titulada bullfighter buttocks, sí, en inglés; ya que el juego era mandar todas las poesías que mi regalada gana me concediera. Es decir, si iba a jugar, también quería hacerlo desde diferentes latitudes, ideológicas, geopolíticas, etc.  

Así que primero di vida a un poeta norteamericano de alguna parte del Mississippi, o de Illinois, para ser más exactos, llamado Sean Collins, con un libro inédito titulado The Bottom´s fellowship. Luego pensé en los más grandes y geniales maricones de la historia de la poesía, los franceses y así, entre una mezcla de Rimbaud, Genet y Verlaine, inventé otro autor galo, su nombre era Jules D’Orbey, y él había publicado unos cuantos libros de poesía. En sus datos biográficos se remarcaba que era uno de los más esmerados luchadores comprometidos con la difusión de la literatura gay, sobre todo en Colombia, donde residía desde hace algunos años. Algunos títulos de Jules eran, por ejemplo, Les merveilles de l’ombre, o sino pleurez enfants, pleurez. Y también di vida a un poeta ecuatoriano de mediana edad, soltero y acabado, calvo, misógino, hecho el apátrida, que se creía de extrema derecha y aburguesado, su nombre era Osvaldo Caizapanta. Un tipo completamente inverosímil. (Como algunas de las historias que inventé como temas para las composiciones.) Él había publicado un único libro que se supone daba mucho de qué hablar en las tertulias y los cafecitos circenses de los más guapos de barrio en la capital ecuatoriana. Su título era Crónicas de Antinoo.

Así comencé a sumergirme en las personalidades de estos poetas que ya tenían sus cuantos años, algunos inclusive me doblaban la edad y tenían unas biografías goliardescas, otros, sin embargo, eran un poco menores a mí y sus biografías más bien eran parcas.

Luego de unas dos o tres semanas ya tenía armados unos cuantos poemas cortos con reseñas de diferentes circunstancias. Como dije, las nalgas de un torero, (uno de los más simples pero fuertes, hacía referencias al escritor chileno Lemebel) los sueños húmedos de un adolescente francés leyendo las once mil vergas en marzo del 78, el amor de dos sordomudos en una ciudad desconocida del altiplano, dos monjas disidentes que alguna vez se habían prostituido por juego, escogiendo ellas mismas a sus propias clientas. Solo clientas, y luego de algunos años de viajar y de vivir de las ONG’s, habían decidido asentarse en una ciudad del África central, entre problemas de guerras civiles, violaciones y sida, habían consolidado su amor y su vocación final por ayudar al prójimo. Así inventé varias situaciones, algunas extremas y otras sólo contemplaciones.

Recolecté unos treinta y seis poemas de diferentes latitudes y naturalezas. Por ejemplo, uno de los poemas del ecuatoriano trataba de una nueva nación de superhombres gay afianzados en un poder instituido por un manejo total de un Estado tecnológico- científico. El poema se titulaba Chacana, un poema estrambótico, y realmente era para encolerizarse o reventarse de la risa. Como decía, reuní las biografías y los poemas de todos los vates y los mandé a la convocatoria desde diferentes mails, cada uno tenía diferentes direcciones electrónicas con nombres adecuados a su personalidad y su obra. Envié los treinta y seis poemas con los respectivos datos de cada autor, luego de una semana casi había olvidado el asunto. 

Por esos días trataba de mantenerme sobrio, es decir salía con conocidos o conocidas a reuniones de cumpleaños o parrilladas nocturnas. Pero me aburría soberanamente, la mayoría de mis amigos habían decidido abandonar el país por estudios o trabajo y se sentía su ausencia, como si la ciudad fuese una cosa enormemente extraña, y yo, un extraño más en mi propia ciudad. No hacía nada más que ir a cobrar la pensión que me dejaron mis difuntos padres. Comprar alguna cosa para comer por la noche y navegar por internet, a veces viendo pornografía o novedades del mundillo de la literatura. Así me mantenía intencionalmente alejado, exilado del resto de ciudadanos, ya casi nadie me visitaba, decían que yo era un tipo insoportable, pero en realidad (y esta es una secreta certeza) ellos eran los insoportables, con sus saludos, sus poses, sus peinados y sus frases de librería snob. Así que no tenía tiempo para perder, escuchando sandeces maquilladas de genialidad. No hablaba con nadie, nadie me llamaba ni yo llamaba a nadie. Mi pequeño departamento comenzó a oler un poco mal, pues me di cuenta que no había sacado la basura de una semana. Y siempre que iba a salir trataba de recordar sacarla, pero justo en el momento en que estaba en la puerta del edificio, ya en la calle, recordaba otra vez a la maldita basura que era como un fantasma, como una esposa o una mascota muerta en el piso de mi cocina, entonces no hacía nada más que mover la cabeza en signo de negación y tomar la calle.

Pasó como un mes cuando abrí uno de los mails, fue el del poeta turco de ascendencia árabe Abdullah El Barud (otra creación gay de este Brausen falseta) exilado en Rusia, donde podía ejercer con un poco más de libertad su afición por los adolescentes rubios, y encontré una respuesta de la convocatoria, me decían, o decían al poeta Abdullah, que sus poemas habían sido escogidos para la publicación en la Antología, lo cual me sorprendió mucho, pues en mi desfachatez de inventarme cada poeta de cada rincón viciado o no del planeta, no tenía mayor conocimiento de los turcos. Obviamente mandé las traducciones de sus poemas, que tenían referencias a deidades turcas y hechos históricos de esas latitudes, (vagamente consultados en la red) entremezclados con escenarios de Moscú, la plaza roja y la verga empalmada de un efebo de oro, que alumbraba la noche moscovita y la noche del alma de nuestro querido Abdullah.

Al principio no sabía si contestar o no el mail. Así que comencé a abrir los mails de los otros poetas y para más sorpresa, el poeta gringo también había sido aceptado dentro de la Antología de la nueva Poesía Gay. Era tan divertido, inclusive me imaginaba a los virtuales poetas saltando en un pie en sus respectivos pueblos abrazando a sus parejas o amantes de turno. Me animé a contestar por los dos, por Sean y por Abdullah. Los mails de la revista organizadora decían específicamente que necesitaban fotos de los autores, lo cual me hizo pensar un poco en abortar la broma, pero luego recordé ese jueguito virtual que alguna vez vi en la casa de alguna ex mujer: su hija, digamos que Marianela (era una niña muy linda y nos alegraba la vida) jugaba a inventar personajes para su casita virtual, es decir, podía arreglar las características de cada personaje que iba a habitar en ese mundo de computadora, por ejemplo, agregando bigotes a un óvalo de color piel, diferentes formas de ojos, variedad de cabelleras, anteojos, etc. Así me vino la idea y comencé a buscar fotos de diferentes fenotipos, gringos casi viejos como Sean, y Turcos robustos como Abdullah, y con un poco de ayuda de un adolescente tecnojunkie, (que no tenía idea de para qué me estaba ayudando) unas cuantas cervezas y dos que tres porros, hicimos aparecer en la pantalla a los dos poetas elegidos para la antología más nueva y más gay de Chile.

Envié sus fotos indicando que les era imposible viajar para allá, que sus actividades literarias y extra literarias no se los permitían. Pero poco importó, porque los organizadores no tuvieron ningún problema con eso, explicaron que no era estrictamente necesario que ellos fueran, que cuando la antología sea publicada, en unos cuatro meses, decían, se las harían llegar a sus respectivos países y ciudades. Así que al principio me relajé, pero inmediatamente después caí en cuenta que esos putos poetas no existían y que los chilenos iban a enviar los libros a Estados Unidos y Rusia respectivamente. Tenía que arreglar ese pequeño problema. Pensé por un momento en hacerme pasar como representante de ellos, o al menos de uno de ellos, pero luego se me ocurrió algo mejor (o eso creí) podía dar direcciones oficiales, como las oficinas de correos de los respectivos pueblos de Sean y Abdullah. Pero cuando ya me estaba comenzando a complicar vino la idea. Era tan fácil como mandar a comprar las antologías en el mismo Santiago de Chile con Carlos P. un amigo de los buenos que vivía allá desde el fin de su adolescencia -que le duró como treinta años-. Entonces me relajé y mandé direcciones aproximadas, de lo que pude averiguar de los mapas de las ciudades de los vates. Y esperé.

Luego de cuatro meses y medio aún esperaba noticias de la publicación, mi interés iba aumentando mientras pasaban los días, en los mails de los poetas se había acumulado una cantidad exorbitante de mensajes e invitaciones a páginas gay de avanzada, organizaciones casi secretas y todo tipo de cosas coloridas. Ya no me interesaba abrir nada de eso, sólo quería ver la broma concretada. Quería la Antología de la Poesía Gay en mis manos y admirar a esos poetas extranjeros que cada vez más, para mí, se iban rodeando de una mística reconfortante.

Una tarde llamé a Carlos y le expliqué lo que había hecho, reímos un poco, conversamos de los amigos que ya no están, de los proyectos musicales que tenía, decía que iba a volver a Ecuador, talvez para mayo del próximo año. Que tenía unos proyectos de música por acá. Quedamos en estar en contacto, pues él estaría pendiente de la publicación del libro. Me quedé más tranquilo.

Pero esa tranquilidad no duró mucho. Pues aquí comienza lo insólito de esta historia. Que talvez sea la última que cuente, y no por una intencional voluntad de Bartleby. Si no porque estoy comenzando a creer que tengo los días (o los minutos) contados.

Una noche, (hace unos pocos días) cuando estaba en mi departamento con una conocida, recibí una llamada sumamente extraña. Yo que ya casi no contestaba el teléfono, en esa ocasión me dio por contestar y lo que escuché, hasta el día de hoy, (hasta este momento al recordarlo) hace que se me alteren los nervios. Y no es que sea un tipo nervioso, pero eso fue algo tan extraño que no tengo explicación clara todavía: levanté el auricular y dije aló. Al otro lado sólo se escuchaba una especie de respiros o gemidos como de un animal grande o un hombre agitado, como ahogándose. No duró mucho, yo seguía diciendo aló, aló, pero no recibía respuesta alguna, más que los gemidos o gruñidos, luego colgaron, como azotando el teléfono al otro lado. Al principio lo tomé como una broma de algún desadaptado, pero cada noche comenzaron a multiplicarse las llamadas. Primero yo decía aló y cuando veía que nadie me contestaba al otro lado, y los gemidos parecían comenzar a acrecentarse, colgaba de inmediato. Pero esto de las llamadas sólo fue el principio de todo. Un día recibí una llamada de Carlos desde Santiago, su voz sonaba muy diferente, como si estuviese en algún lugar donde no pudiese hablar de ciertas cosas, lacónico, con frases entrecortadas e inentendibles, me decía algo del viaje, que ya no iba a venir más por acá, fue algo de lo que entendí. Entonces le pregunté por qué e inmediatamente escuché el bip de la llamada colgada. En los primeros días no le daba mucha importancia a esto. Luego, con las llamadas reiteradas de los gemidos, y con la noticia como bomba que me llegó de Chile, comencé a preocuparme en serio: Carlos había desaparecido de su apartamento y de su trabajo, nadie dio razón de él. Su novia sumamente preocupada fue quien me contó de la desaparición: encontraron su puerta abierta, adentro todo en orden, sólo una pista: una pequeña y delgada línea de sangre sobre la pared, nada más. 

Los días comenzaron a pasar más lentamente para mí, se me hacían tan largos, inimaginablemente largos, no entendía nada, (hasta ahora sigo sin entender, o talvez me rehúse a entender) pero lo que terminó por hacerme caer en cuenta de la importancia de este problema fue la última llamada que recibí anoche. Como de costumbre, trataba de leer para sofocar al insomnio (que en estos días se ha acentuado como nunca), entonces recibí la llamada, pero esta vez hablaron. Dije aló, un poco temeroso, con la voz ronca de miedo, ¿Santiago B.?, dijo una voz, con un tono ligeramente extranjero (no podría saber de dónde) al otro lado del auricular, eh eh, sí, con él mismo (inmediatamente después de dar esa respuesta me arrepentí sobremanera, aunque a estas alturas hubiese sido igual si decía cualquier nombre, ahora creo que este destino es inevitable, ridículamente inevitable) por un momento no hablaron, se quedaron escuchando, yo sólo podía oír una respiración acentuada al otro lado. Aló, sí, ¿quién es? Pregunté, la respiración continuaba... así que dije inmediatamente, armándome de valor: hey si no van a hablar no estoy para aguantar bromas estúpidas así que voy a colg... no pude terminar la oración. Escucha, me interrumpió la voz, revisa mañana en la mañana tu buzón... hay un regalito para ti. Sólo dijeron eso. Y en ese momento, por alguna cuadra aledaña del vecindario pasó una ambulancia o una patrulla, su sirena se la oía estruendosa a esas horas de la madrugada, pero lo más aterrador fue que también la oía a través del auricular. ¡Estaban cerca! talvez al pie del edificio, o en algún departamento cruzando la calle, ¡o talvez en mi mismo edificio! Entonces ya no pude dormir, comencé a pensar en tantas cosas y a relacionar los hechos, todos los hechos, con la broma de los poetas, la desaparición de Carlos, las llamadas de los gemidos, y luego esta última llamada. Ayer pasé la noche en vilo, pensando en qué iba a hacer respecto a mi buzón.

Eran las cuatro de la mañana cuando pensé en bajar a ver el buzón, pero no me atreví, luego pensé en aguardar a que aclare y mandar al conserje del edificio a que recogiera lo que sea que había para mí. También pensé en alguna mala pasada de algún amigo mío que hubiese llegado a la ciudad y se había enterado de mi broma, pero eso era imposible. En primer lugar yo no lo había comentado nada más que con Carlos, y él prometió guardar el secreto, además Carlos era uno de esos amigos que no tienen conexiones con mis otros amigos que viven en otras latitudes. Era improbable más que imposible. Así aguardé hasta las siete de la mañana, el día estuvo soleado, la luz me lastimaba los ojos a través de las ventanas, el ruido de los autos me molestaba, me dolía la cabeza, tenía un malestar como de resaca en todo el cuerpo. Pero tomé fuerzas y bajé. El conserje ya estaba despierto. Le pedí que vaya a mi buzón y que trajera lo que había en él. También pensé en alguna especie de bomba, pobre conserje pensé, pero inmediatamente me dije que era demasiada paranoia y traté de convencerme que todo esto debería ser sólo una broma ridícula. Pero el conserje no se demoró casi nada y mientras iba acercándose a mí, que lo esperaba en bata arrimado a una columna del hall, y con una cara de malanochado de los mil demonios, vislumbré que traía dos libros en sus manos, dos libros negros, un poco gruesos y una que otra publicidad de restaurantes y hojas de promociones de pizzerías de la zona. Tome, don, me dijo con una tranquilidad que me exacerbaba. Los cogí lentamente, casi dudando, con las manos crispadas y frías. Miré la tapa de los libros ¡eran las antologías! Dos, para más señas, estaban envueltas en sobres plásticos transparentes y con membretes a nombre de Sean Collins y Abdullah El Barud, respectivamente. Casi me caigo para atrás de la impresión, no entendí nada, o lo entendí, pero resultaba alucinante toda la situación. Dije gracias y subí de inmediato al departamento. Llegué, cerré con llave, fui a mi habitación y abrí los libros, efectivamente, ahí estaban mis poesías o las poesías de los vates extranjeros que yo había creado. Pero mi sensación, por el contrario de lo que yo creí que iba a sentir al tener en mis manos esos libros, fue de terror. Un terror inexplicable y absurdo, una incomodidad que parecía regarse por todas las paredes del departamento y por dentro de mi cuerpo. No supe qué hacer, hojeé los libros, los tiré al piso, los recogí de nuevo, los hojeé otra vez y los dejé en el velador, al lado de la cama.

Salí a la sala y prendí un cigarrillo. Traté de tranquilizarme y no pensar en nada.

Más tarde, hace un momento exactamente, recibí la última llamada. La llamada definitiva: hey, Santiago, ¿está listo? Preguntó la misma voz con acento extranjero. ¿Listo para qué? Dije automáticamente, Ud. sabe para qué, replicaron al otro lado, no, no sé... pues debe estar preparado, sólo dijo, ¡quién habla! Pregunté casi gritando y con la voz temblorosa. Soy Buddy, dijo la voz. Y colgó el auricular lentamente, como si su brazo se tomara todo el tiempo del mundo en asentar la bocina en su lugar. Así me ha conocido. Y sigo aquí sentado en la sala, fumando, aún aguardando este desenlace, esta situación absurdamente inevitable.  

lunes, 4 de abril de 2011

ABSURDISTÁN: sus delincuentes



Caminan con la frente en alto, fumando el aire entre los dedos.  Se han tomado las plazas, los parques, las calles, a manera de deuda histórica para reivindicar la legitimación de su gremio. En el centro histérico, se pueden conseguir tours temáticos dirigidos por algún ex caporal, entre los sitios más visitados por los turistas están la plaza del estupro, la calle de las puñaladas, la avenida del soborno, el museo de la sevicia, el estadio nacional del suplicio, el monumento a la felación no consentida, etc.

En ocasiones alguna turista del primerísimo primer mundo, jubilada y forrada en billetes como un animal disecado, -cargando su orden higiénico y estéril como una mochila de alpinista- logra conseguir un hospedaje en la casa de algún violador en la ruta de los tours convenidos, allí se instalan por semanas y hasta por meses, a veces sólo asoman llorando desconsoladamente en los balcones con pañuelos blancos, como fantasmas distópicos, fantasmas del futuro, otras veces andan por las casas de los delincuentes, desnudas y semitransparentes, mostrando su flacidez profiláctica, vociferando maldiciones, con el propósito de provocar que los dueños de casa las zarandeen a golpes, las arrastren de los pelos por los pisos de madera de las casas antiguas, y -si tienen suerte-, que las ultrajen con la violencia más exquisita de su gusto.  
Aunque los domingos por la tarde, sin falta, en la plaza del estupro, violadores y turistas jubiladas se reúnen a tomar el sol. Entre helados de sabores y palomas gordas como raposas, se dan uno que otro beso, como si nada, esperando que anochezca, -o que amanezca- para ver las fogatas a lo lejos.